Mi amigo Rachid
Os iba a hablar de un tema simpático y ligero para empezar esta nueva temporada. Luego me pasó algo extraño y dudaba entre los dos temas: tratar el que ya había empezado y que teníamos pendiente porque os lo he prometido, o el otro, menos alegre, pero también interesante creo yo. De hecho, ya había empezado a redactar ese artículo que os prometí, (es sobre lo que opinan los valencianos de los extranjeros) pero no sé cómo y por qué, lo perdí en mi ordenador ¡Y eso que en casa me llaman Bill Gates porque “en teoría” se me da bien la tecnología! Total, que pensé que era una señal de “los dioses del periodismo” para incitarme a elegir el otro tema, aunque os lo advierto ya, ese es un poco triste. A lo mejor, nos sirve para reflexionar de verdad y para cambiar nuestra mirada sobre los sintecho que viven en nuestros barrios.
Resulta que nada más volver a Valencia (después de unas buenas y alegres vacaciones ¡Eso si!) veo una ambulancia en Marqués del Turia llevándose un cuerpo que me imagino sin vida, al entrever que estaba “empaquetado” en ese papel de aluminio tan especial. Lo veo así, de paso, sin pensar mucho más y voy a mi cita. Al día, siguiente, mi portero (un señor genial, la verdad. Lo escribo porque sé que lee mis artículos, pero, sobre todo, porque es cierto), Alberto, me pregunta si conocía aquel argelino, mendigo que vivía (malvivía) en nuestras calles. ¡Y vaya si lo conocía! Es más, lo llamaba mi amigo “homeless”. Le daba comida, agua, dinero e incluso conversación, ya que hablaba francés también. A parte, era una persona educada, con sentido del humor, que no pedía realmente nada y que nunca estaba borracho. Le presentaba a mis hijos y amigos cuando lo veíamos por la calle, y era una persona más en el paisaje de mi vida cotidiana. Parece estúpido, pero me emocioné cuando comprendí que aquel cuerpo que se llevaba la ambulancia era el suyo. Me entristeció mucho. Casi empecé a echarle de menos. Y pensé que tenía que haberle ayudado más, que aquella vez que no me quedé a hablar por falta de tiempo debía de haber hecho un esfuerzo.
Por otro lado, para aliviar mi tristeza pensé que él estaría ahora mejor allí arriba (aunque todavía no tenga ninguna certeza total al respecto) Dos días después, conversando con mi hijo, le volvía a decir que “siempre que uno puede hacer una buena acción para alguien, la tiene que hacer”. Me contestó: “pues, si mamá, cuando puedo lo hago. Justo anteayer, le compré agua y Fanta a tu amigo el vagabundo. Lo vi con sangre en la boca, le pregunté si quería que llamara a una ambulancia, pero dijo que no y le compré las bebidas”. Me emocioné al contarle que unas horas después, ese hombre murió y me hizo ilusión comprobar que mi hijo (16 años) podía gastar de su dinero de bolsillo para ayudar a alguien. Los dos con lágrimas, recordando a aquel señor ¡Ni sabíamos su nombre! Ahora sé que se llamaba Rachid porque resulta que varias personas del barrio le ayudaban. Y cuando ayer hablé de este tema con mi hija, lo mismo: lágrimas y tristeza pensando que, al menos, habíamos podido hacerle un pelín menos dura la vida a ese señor ¿La moraleja? que no debemos escatimar esfuerzos a la hora de dar tiempo, dinero, comida, o sonrisas. Que está al alcance de todos el alegrar la vida a los demás. Da más sentido a la nuestra y, en el fondo, nos hace más felices. Que nos permite relativizar los pequeños problemas que nos abruman y saborear la suerte que tenemos por tener un techo y algo de comida. También, que es muy bonito dar dinero a las ONGs que luchan contra la pobreza en África o en Asia, pero que abajo mismo de nuestra casa hay gente que necesita nuestro apoyo.