Iberian & Klavier dejan la cordura a la altura del betún
Aún quedan muchos asientos libres cuando se cierran las puertas de la Sala Rodrigo. A pesar de que no ha salido nadie al escenario, a pesar de que los dos pianos siguen en reposo mirándose uno al otro, se apodera de la habitación un silencio ceremonioso. Los asistentes, todos sentados en las primeras ocho filas, se acomodan en sus butacas y olvidan por fin sus móviles en pro del espectáculo que está a punto de comenzar en el Palau de la Música: La locura española, una colección de duetos de piano a cargo de Iberian & Klavier, el duo formado por Laura Sierra y Manuel Tévar.
Sierra lleva un vaporoso vestido rojo que roza el suelo cuando se inclina para saludar al público y flota a su alrededor como llamas cuando se dirige muy resuelta a su banqueta; Tévar va todo enfundado en un severo atuendo negro. No dicen nada, casi ni se miran hasta que no están uno frente al otro con las yemas de los dedos preparadas sobre la sonrisa de sus respectivos instrumentos. Esperan unos segundos y el silencio en la sala se tensa un poco más un poco más casi da miedo respirar y entonces las cuatro manos se apoderan de las ochenta y ocho teclas, que suben y bajan al ritmo de la Danza de la molinera, del imprescindible Manuel de Falla. No podía ser otro quien abriera un concierto homenaje a España y calentara el ambiente con su crescendo sostenido a lo largo de los acordes y su juego de pedales. Para cuando finaliza, los asistentes ya están imbuidos en la espiral de emociones traen Iberian & Klavier.
El elegante clasicismo de de Falla contrasta como el blanco sobre el negro con el dramatismo de En la caleta, de Consuelo Díez. Ambos pianos se desafían con silencios muy marcados mientras van de la escala más baja hasta la más alta octava, de un piano titilante a un forte que atraviesa el pecho. El último compás deja sonando una nota que va muriendo poco a poco. Sierra sonríe a Tévar. Y ahora sí, el público aplaude. Ha sentido la tensión, el drama, los contrastes, por lo que es el momento perfecto de interpretar Mompou in Memoriam, la pieza de aires más modernos del compositor Pedro Vilarroig. Gracias a un estribillo reconocible y a su tiempo y acordes repetitivos la obra se cuela en los espectadores, se apodera de sus cabezas y sus pies para que sigan el ritmo, un ritmo que baila. Los pianos ya no se desafían, ahora se miran a los ojos y danzan juntos en un vaivén de arpegios muy fáciles de disfrutar. Cuando se termina, el público está entusiasmado. 'Esta ha sido muy bonita, era triste pero a la vez como que no perdía la esperanza', comenta una joven a su compañera, que se ha deslizado hasta el borde mismo de su asiento para aplaudir.
Y una vez más, el concierto da una vuelta sobre sí mismo: los dos músicos se retiran un par de centímetros hacia detrás sus baquetas y se recuestan sobre la negra superficie de sus pianos. Así, abrazados instrumento e intérprete, Sierra y Tévar pinzan las cuerdas interiores y arrancan melodía de las entrañas mismas de los instrumentos como si en vez de pianos fueran guitarras. Los instrumentos se quejan; así suena Ma mere Nieves, de Marisa Machado, que cuenta una historia de terror, de golpes en la pared, de silencios tensos quebrados por gritos estridentes.
Con los nervios a flor de piel la primera parte se despide de la mano de Cante Jondo, una creación del propio Tévar con perfume flamenco. No podía faltar, en esta ecléctica representación de España, aunque la obra avanza a trompicones, pasa de acariciar el aire a las disonancias salvajes. Cuando las últimas notas se disuelven la sensación es que una gran primera parte merecía un mejor final.
'Me encanta porque ella está como si hablara con un niño, encima del piano, y él está en control', comenta una joven. 'La última ha sido la más floja', dice la chica del asiento uno de la octava fila, mientras trata de controlar su emoción: 'me alegro un montón de que me avisaras', le dice, casi gritando, a su compañera del asiento dos. Los comentarios inundan el salón, iluminado por una tenue luz dorada. Los pianos relucen bajo los focos, sonriendo como siempre. Tal vez sepan del triunfo que cosecharon sus dos intérpretes en Nueva York el pasan 18 de junio, donde estrenaron Locura de España para celebrar el sesenta cumpleaños de la entrada de España en la OTAN.
Pasan apenas diez minutos hasta que Sierra y Tévar vuelven al escenario. Saludan, se sientan, crean silencio a su alrededor, lo tensan y se lanzan a conquistar el carrusel que es el Homenaje a F.Mompou, compuesta por Beatriz Arzamendi. Los trinos se mezclan con las octavas más altas y las más bajas, los dedos recorren ansiosos el teclado en pos de la melodía, los silencios apenas ofrecen un respiro, la música a veces titila y otras arde. Al final, poseídos por el frenetismo, ambos pianistas tocan el último acorde y salen disparados hacia detrás, como empujados por unos brazos ansiosos. Los pianistas respiran hondo, el público respira hondo mientras los instrumentos aún vibran. Ha sido intenso, como intenso es lo que sigue: la Milonga del Ángel, de Astor Piazzolla, una canción que enamora, desespera, arde, desafía casi se puede distinguir la figura de una sensual cantante de tango entre la niebla de la imaginación. El vestido rojo de Sierra parece, ahora sí, fuego.
Y así se llega al final. Bajan las pulsaciones al ritmo del famosísimo Bolero de Maurice Ravel. Bajan mucho. Demasiado. Durante diez minutos la misma melodía se repite, y a pesar de alardear de técnica, acaba por resultar monótona. Igual que en el primer tiempo, uno se va con la sensación de que la segunda parte merecía un broche de oro. Como si fueran conscientes de ello, el dúo ofrece dos temas de regalo a cuatro manos, uno potente y otro, una balada en toda regla que no podría adaptarse mejor a lo que se espera de un piano. Sierra y Tévar se miran a los ojos. Es su única forma de comunicarse y lo único que necesitan para acabar juntos, levantarse e inclinarse hacia el público, que aplaude con entusiasmo esta locura española que ha dejado la cordura a la altura del betún.