Cervantes y La Olivera de Valencia
En este año que termina se ha cumplido el cuarto centenario de la muerte de Miguel de Cervantes Saavedra (Alcalá de Henares, 29 de septiembre de 1547 - Madrid, 22 de abril 1616). El 23 de abril de 1616 fue enterrado Cervantes, cumpliendo su última voluntad, en la Iglesia del Convento de las Trinitarias Descalzas de Madrid. Del sepelio se hizo cargo la Venerable Orden Tercera de la que el escritor era Hermano. La época en la que le tocó vivir al genio de las letras es la España de los Austrias, una España en la que coexistían tres realidades sociales diferentes, la de los cristianos viejos, la de los judíos conversos y la de los moriscos. No hay mejor radiografía y descripción de esas tres Españas y de lo que significaba entonces ser español que lo que Cervantes nos transmitió a través de su novela El Quijote.
La vida de Cervantes también fue una vida de novela, siempre con estrecheces económicas, problemas financieros y algunos líos con la Justicia por su empleo de recaudador de impuestos que le supusieron breves estancias en la cárcel hasta que se aclararon las cuentas. Sabemos que vivió algún tiempo y fue vecino de Madrid, Alcalá de Henares, Córdoba, Sevilla, Toledo, Cuenca, Guadalajara, Valladolid, Barcelona, varias ciudades de Italia y hasta de la propia Argel, la ciudad norteafricana de su cautiverio durante cinco penosos años de su juventud. Cuando Cervantes recobró su libertad, su barco arribó al puerto de Denia, hacia el veintitantos de octubre de 1580, era soltero y tenía 33 años. En su largo cautiverio en Argel fue encadenado y torturado muchas veces como represalia por sus repetidos intentos de fuga. Su captura corsaria frente a la Costa Brava, cuando regresaba a España después de diez años de ausencia, tras su milicia en Lepanto y luego en Italia, así como los testimonios de su enorme valor como soldado y sus desventuras siendo prisionero en Argel, merecerían una gran producción cinematográfica semejante a la del Conde de Montecristo.
Cervantes hubo de pagar su rescate para conseguir su liberación en Argel y poder zarpar hacia Denia. 500 escudos de oro (unos 60.000 € a la cotización actual del oro) costó su puesta en libertad y el pago fue gestionado por los frailes trinitarios que se ocupaban de esos menesteres de mediar por la liberación de cautivos en tierras de “infieles”. Entre los 300 escudos que reunió el padre de Cervantes, vendiendo todos sus bienes y arruinando con ello a su familia, más las aportaciones de mercaderes cristianos de Argel y de algunos amigos, el soldado de Lepanto embarcó rumbo a España. En Denia permanecería algunas jornadas, entonces un pequeño pueblo marinero y agricultor con una abundante población de moriscos, como así eran todos los pueblos de La Marina en aquella época hasta su expulsión en 1609 por Decreto de Felipe III. De allí marcharía por el camino de Gandia hacia una de las más importantes ciudades europeas de la época, hacia Valencia, la capital del Reino, con fueros propios, y que entonces estaba en todo a la par con la corte de Madrid y con Sevilla, que en aquella época ostentaba la primacía de las ciudades españolas por los asuntos de ultramar y el oro de las Indias.
Es muy fácil imaginar la felicidad que sentiría Cervantes en tierras valencianas tras haber recuperado la libertad después de su penoso lustro de cautiverio en Argel. La tradición oral, que siempre es más fiable que la escrita, dice que el llamado Manco de Lepanto besó el muelle del puerto de Denia al pisar tierra española. Hoy un busto del escritor nos lo recuerda en la Explanada que lleva su nombre junto al puerto de la capital de La Marina Alta. Estaría Cervantes muy feliz por su libertad pero preocupado, como siempre en su vida, por las dificultades económicas de él y de los suyos. Con todo y a pesar de las penurias, Cervantes nunca perdió, ni en el final de su vida, un ápice de su valor y de su gran genio creador: “puesto ya el pie en el estribo, con las ansias de la muerte, gran señor, ésto te escribo…” firmó dos días antes de morir. Tampoco perdió nunca su dignidad, ni su patriotismo, ni su gran religiosidad y, por supuesto, siempre tuvo como el mayor orgullo de su existencia el haber sido soldado de Lepanto en la Armada de Don Juan de Austria: “la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros”.
Cervantes ya en Valencia tendría que preparar lo necesario para su regreso a Madrid, a casa de sus padres, lo que hizo poco antes de las navidades de 1580. A buen seguro que en Valencia, el soldado cautivo recién liberado, solicitaría de los banqueros las cartas de crédito necesarias para los gastos del viaje y de su estancia en Valencia, trataría algún asunto burocrático de la milicia, visitaría muy probablemente la casa del rico mercader valenciano que le entregó una importante cantidad de dinero en Argel para que consiguiera un barco en su cuarto y también frustrado intento de fuga y, desde luego, disfrutaría de los indudables atractivos y entretenimientos que ofrecía a cualquier forastero una gran metrópoli europea. A Cervantes, a quien en sus propias palabras “se le iban los ojos tras la farándula”, le encantaría asistir a las representaciones teatrales de los corrales de comedias, como el de la Casa de la Olivera que estaba en la actual calle de Comedias. Cervantes, en la primera parte de El Quijote, puso el barrio de la Olivera de Valencia en boca del ventero que debía armar caballero al Ingenioso Hidalgo, Don Alonso Quijano, como lugar de sus aventuras. Unas aventuras de muy distinto signo a las del caballero andante. Cuenta el ventero que en La Olivera estuvo “haciendo sutilezas con las manos, muchos tuertos, recuestando viudas, deshaciendo algunas doncellas…”, toda una “zona roja” La Olivera de Valencia que Cervantes conoció y nos relató en El Quijote.
El Cervantes soldado pero también escritor recorrería en Valencia los puestos de libros junto a la Lonja de los Mercaderes y las famosas imprentas valencianas en donde soñaría editar sus futuras obras, como la imprenta de la familia Mey, valencianos de origen flamenco, en cuyo taller de la calle de San Vicente, Pedro Patricio Mey imprimió la primera parte de El Quijote en 1605 y también la segunda parte en 1616. En 1905, con motivo del tercer centenario de la edición en Valencia de El Quijote se colocó una lápida conmemorativa en el taller de la imprenta de Mey, así como se encargó a Mariano Benlliure una estatua de Cervantes que hoy puede contemplarse en la calle de Guillén de Castro. Benlliure dispensó al Ayuntamiento del pago de sus honorarios y regaló la escultura a la ciudad.
No se ha encontrado ningún testimonio escrito de Cervantes, en el que se dejara constancia de su estancia en Valencia, ni tampoco en Barcelona como en tantos otros sitios. Apenas escribió de sí mismo salvo lo propio que volcaba sin decirlo en sus novelas. No ha hecho falta. Ningún estudioso cervantino ha puesto nunca en duda de que Cervantes, por lógica y logística, de Denia marchó a Valencia antes de su regreso a su casa de Madrid. El viaje de la libertad de Cervantes tras su cautiverio tuvo sus primeras escalas en Denia y en Valencia, ciudades de incuestionable protagonismo e importancia en la vida del genio, como también lo fueron ambas, por otros motivos, de su contemporáneo Lope de Vega, el Fénix de los Ingenios como le llamó el propio Cervantes, que vivió cerca de tres años de “exilio dorado” en Valencia. Era el irrepetible Siglo de Oro de las letras españolas.